Los hermanos Tanner, Robert Walser

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PROLONGADA CHÁCHARA que esconde la ausencia de cualquier progreso. Indefinidamente extensible, desprovista de esqueleto”. Esto le hemos leído todos a Vila-Matas en algún sitio acerca del quehacer de Walser. Esto y otras muchas más cosas laudatorias y apologéticas, pues que Vila-Matas es mucho de eso, de recitar nombres de personas olvidadas y lisonjearlos.

Robert Walser escribía bien pero no quería contar nada. Su escritura es muy cuidada y lírica. Aparece como un manantial arriba en una montaña, no sabemos de dónde ni por qué, pero lo hace de forma natural y espontánea y así, sin darse importancia, mana sin que se note esfuerzo alguno. Avanzar avanza poco, de este arroyo que digo lo importante es manar, el transcurso no es importante. No tiene presunciones de río navegable, es un proyecto humilde que se conforma con ser regato y elucubrar en su cortito viaje un gran paisaje.

En la escritura pictórica, paisajística de Walser, destaca el juego de claroscuros. La alternancia de luces esperanzadoras y sombras de aflicción. Es un alumno aventajado de la escuela de los flâneur. Si tal escuela existe entiendo por ella un tipo de literatura que se sustancia en personajes errabundos, itinerantes, modernos espectadores urbanos al modo de Baudelaire. Paseantes que deambulan sin una finalidad concreta. Un transitar sin objeto por las calles, a veces absortos en divagaciones interiores, y otras siendo actores críticos de la realidad circundante. Nunca complacidos.

Los hermanos Tanner es el vagabundeo de Simon Tanner por la vida. De entrada nos presenta su doctrina vital, figuradamente feliz. Una doctrina liberada de toda norma que celebra el ocio y la vida como un instinto atávico, una pulsión. Tanner defiende su doctrina erigiendo apasionados monólogos, dotándolos de una retórica persuasiva y excitante. Critica la laboriosidad y la acción frente a la presentida plenitud moral, nunca alcanzada, que ofrecen la pasividad y la inercia. El rechazo a los ideales de perfección, armonía y equilibro a las exigencias que la sociedad dicta, será punto de desencuentro constante con su hermano Klaus.

Simon Tanner siempre está dispuesto a recitarle a cualquiera su poética de la vida, su poesía de la existencia. Ese vivir poéticamente engarza con la esencia del clasicismo alemán y la vieja disputa que trataba de hacer compatible el problema del hombre industrioso, unidireccional y productivo que ve su riqueza, su humanidad y su potencial, esquilmado por el trabajo y el sometimiento a la norma y la observancia escrupuloso de los preceptos sociales. Cuantificar el precio de la renuncia al florecimiento personal por el progreso social.

Frente a la incesante tensión laboriosa y menestral, Simon Tanner nos obsequia con su vegetativa somnolencia, su átona sensualidad, sus apáticos placeres, su neutra transitoriedad, a la busca de un ideal ilustrado y humanista basado en la emancipación individual. La contractura entre lo público y lo privado, el corazón y los asuntos, producirá dolor, un dolor aceptado y acaso gozado, convertido simbólicamente en un destino propio e inexorable.

Muchas veces el discurso es engañoso. La plenitud que el joven Tanner  cree sentir en sus largas caminatas, que a veces se prolongan incluso durante la noche por hostiles parajes invernizos, enmascara una literatura que ahonda irremisiblemente en la melancolía y la acedia, proponiéndolas como ideal superior. La tristeza sin objeto o porque sí, deudora de esa mal categorizada y casi siempre excelente literatura de la negación. La misma que arranca con el pistoletazo del joven Werther, angustiado también por esa escisión ineluctable entre la poesía del corazón y la prosa de la realidad, ante la cual el sueño de emancipación superior se revelará imposible. Así el rechazo de Bartleby, de Wakefield, de Oblómov

Una literatura que se complace en pasear de la mano con sus demonios, llegando a encontrar un resquicio de cohabitación posible, tolerable, una conllevancia revestida de dignidad que halla su plenitud en el torpor, en el entumecimiento. La identidad se reconstruye por sustracción. Se elabora delicadamente la estrategia defensiva de aislamiento, la regresión hacia un encerramiento individual, uterino, reductivo. Llegando a determinar una desconexión social, una negación de la realidad por incomparecencia del sujeto, que se niega a participar en ella porque presiente una participación incompleta, equívoca y excluyente, que lo llevará a la alienación, o, al menos, a tener conciencia de ello.

De alguna forma el individuo tiene la certeza de no estar a la altura de los estímulos que recibe del entorno, más que enriquecerlo lo aturden, se siente un protagonista anómalo, escorado, un actor de reparto de su propia vida, exasperadamente subjetivo.

Según Hegel, el individuo que sienta la cabeza y pasa por el aro, se aviene a una forma superior de realización. Resuelve el conflicto de identidad clásico entre la poesía del corazón o la plenitud de la existencia motivada por un significado profundo y extraordinario, y la prosa de la realidad o acta funcionarial que certifica el fallecimiento del espíritu en aras del progreso global.

La única opción es no darse por enterado, obviar las consecuencias para no sentirse herido y frustrado por lo que no se puede alcanzar; la enfermedad se convierte en medicina y el sentimiento de que la vida no es más que una huida continuada. Algo que se desvanece sin haberlo apenas poseído, pero que produce la misma nostalgia de lo perdido.

La vida agrede y perturba, y es en la provisionalidad donde Simon Tanner se acomoda y espera algo por comenzar que se demora. Con frecuencia son los más sensibles, los artistas, los más expuestos a las agresiones de la existencia. El débil busca la libertad en el fracaso; porque el fracaso libera del conflicto. La muerte del hermano poeta Sebastian Tanner, guarda una similitud premonitoria con la de Robert Walser, su creador. Ambos caídos en la nieve rodeados de hermosos bosques de abetos, en connivencia con el paisaje, con el deseo de hacerse cosa, de entumecerse y escapar de la insolencia de la realidad.

Los trabajos de amanuense que desempeña Simon Tanner en ese taller para desocupados y vagabundos concuerdan con el deseo de depender de otro, de convertirse casi en esclavo para no soportar el peso de la responsabilidad y el malestar de tener que decidir. Si la libertad y la autonomía es una pasión inútil, accede a la servidumbre para librarse de lo que no  puede aguantar. El cobijo contra el malestar es el malestar absoluto, el empequeñecimiento moral hasta la cercanía de lo inerte, la reducción a cosa, a objeto, sustraerse al deber moral de ser un yo librándose de la conciencia. Obstinándose en la consecución del título honorífico de no ser nadie.

Reducir la vida a un mecanismo de defensa contra la vida, supone una paradójica inmolación, una voladura controlada; Tanner en su inconstancia, no renuncia al deseo amoroso representado por Klara, una joven obligada a rehacer su vida burguesa contemplativa pasando a los estadios de sombra, a las regiones inferiores. Pero es un sentimiento que aspira a una pureza casi ideal, imposible, de un platonismo evanescente, donde la más leve insinuación carnal descompone al pretendiente. Por eso todo queda atrapado en un marco retórico donde la realidad siempre es boicoteada por la probabilidad.

Se desprecia lo cierto y se promociona lo sugerido. Se vive en una espera en la que el poder ser prevalece sobre el ser, el condicional impone su tiranía de procrastinación frente al aquí y ahora de la vida presente. Vivir en la indeterminación que debería ser la vida misma, verdadera, en crudo, por temor a descubrir que no se está a la altura de la vida.

Esta clase de cosas considero que nos quiere decir Walser con sus novelas. Cosas que, para ser un escritor sin historias como dicen de él, me parecen importantes, superiores, definitivas.

“La sabiduría griega se resume en la máxima: <<Mortal, piensa como mortal>>.

(Todas las veces que el hombre olvida que es mortal, se siente movido a hacer grandes cosas y a veces lo consigue, pero al mismo tiempo ese olvido es la causa de todas sus desdichas. No se eleva impunemente. Renunciar no es otra cosa que conocer nuestros límites y aceptarlos. Pero eso es ir contra la tendencia natural del hombre, que lo impulsa hacia la superación, hacia la ruina.)”     -E.M.Cioran-

 

 

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