Telegraph Avenue, Michael Chabon

ffff

NADA DE LO DICHO en esta novela me concierne. Homo sum, humani nihil a me alienum puto” por los cojones. Todas las quinientas o más páginas de lectura atravesada que he ido fabricándome a chepazos de obstinación hasta acabar el libro me han sabido a puré de flagelo, a zumo de vergajo, a chicotazo en la entrenalga (yo sabía de mucho tiempo atrás que un vergajo como dios manda se fabrica con el meano de los toros, o sea con la piel y los pelos desflecados del extremo que recubren la verga del animal y no, como falsamente se especifica en las lexicografías, con la misma verga seca y retorcida del animal, así no. Lo que descubrí hace pocos años leyendo El sueño del celta de Varguitas es que el chicotazo es una variante africana de nuestro castizo vergajo, confeccionado con la todavía más elástica y exótica piel de hipopótamo, y que, a fines prácticos, es más eficaz desollando espaldas y abriendo encarnadas galerías en las extremidades de los negros, a los que se les supone una mayor espesura de piel que a los blancos y una superior renuencia al trabajo no remunerado)

Decía que Telegraph Avenue me ha sentado dolorosamente mal leerla y me ha indispuesto para con la novela americana actual, porque basta que se atraviese un espina en la garganta para mandar a tomar por culo a todos los peces del río sin segregaciones que valgan.

Durante toda la novela he tenido a Morrissey en la oreja susurrándome el salmo:

Burn down the disco
Hang the blessed DJ
Because the music that they constantly play
IT SAYS NOTHING TO ME ABOUT MY LIFE

Chabon, apellido que produce desconfianza o torpeza o las dos cosas a la vez según mi diccionario de lunfardo, es un tipo que parece no esforzarse demasiado en seguir pareciendo un adolescente tanto en su aspecto como en sus novelas a pesar de los cincuenta tacos que ya no cumplirá. Se dedica a escribir no bien ni mal sino guay.

Escribir guay solía ser la distancia más corta para tocarle mucho los cojones a un lector como yo y a un traductor cualquiera, pero como aquí el que traduce, convierte, trastoca y adecúa es Javier Calvo, tan habituado a bregar con estos encastes que se pasan la lidia parándose y mirándote por encima de los avíos, supongo que éste no le habrá hecho pasar muchos sofocos.

El escritor guay es torrencial o verboso, le salen palabras por todos los agujeros del cuerpo, es un jodido surtidor de palabras, las palabras se le caen solas a la página y él cree que con tener las piezas  sobre la superficie adecuada el puzle se agrupará solo. Y sucede que el puzle se va congregando, pero forzando los salientes y los recortes de las piezas, que se duelen de las insólitas colocaciones que les infligen, se afligen y se levantan, se doblan, se comban, se abarquillan, se dislocan, protestan coño, protestan, pero el escritor guay no las escucha porque para él las palabras son como rasillas de un exincastillos, solo valen para levantar un tropo pretendidamente sagaz y sobredimensionado y no para apadrinar una crónica probable, un trasunto, unos anales o algo. Luego Javier Calvo nos transpone el tropo a este lado del mar y yo, que soy muy tímido, noto como dos arreboles me caldean las mejillas, aparto la mirada del texto, carraspeo y dudo entre arrancar la página o arrancar esa y la siguiente, sentido que es uno ante el ridículo de otro.

Lo posmoderno solía consistir en intercambiar una foto tamaño carné por seiscientas páginas de descripciones de la misma foto. Chabon nos quita la foto y nos deja las páginas y las descripciones y vemos que sigue sin haber nada.

Hay una tienda decrépita de discos caducos regentada por un negro y un judío en el interior de una comunidad californiana culturalmente poliédrica, musicalmente polifónica, y racialmente diversa o polipiel. Hay dos mujeres parteras a la greña con la ortodoxia médica. Un adolescente que es enculado con frecuencia, y hay otro gran negro, gloria deportiva y empresario de éxito, que quiere abrir una superficie comercial en la zona donde el negro y el judío malviven de malvender sus malditos discos. El conflicto está servido, la oposición al gran negro que quiere arruinar a los comerciantes pequeños con la connivencia de los concejales corruptos.

Como este asunto es insuficientemente pulp o afterpop y nada freak, Chabon recurre a su particular ejército de salvación para disimular novelas convencionalmente realistas y hacerlas parecer más guays. Entonces se hace presente en el texto un Chuck Norris negro, moribundo, enfundado en un pijama de Kung-Fu y calzado con alpargatas Bruce Lee (loneta y suela antideslizante de caña de arroz) que consiguió cuarenta años atrás una dudosa relevancia a fuerza de protagonizar infrapelículas de artes marciales y persecuciones de coches, explosiones, patadas en la boca y toda esa jiña junta. Junto a él, la inseparable heroína del mismo género, cincuentona, turgente, apretada, aún elástica y aún follable, como una Catwomen o una Barbarella machorra. El Jackie Chan negro es el padre del mismo negro que regenta el tenducho de los discos, pero ni se tratan ni se ven. El viejo sueña todavía reverdecer sus laureles entre vaharada y vaharada de crack, y la Barbarella machorra ahí, del bracete de él, pavoneándose por el San Francisco y poniéndosela tiesa a los negrillos a su paso en todos los mostradores de las confiterías entre Berkeley y Oakland.

La música de los negros que se menciona es testimonial y de serie Z, las alusiones a personajes del folclore televisivo y populachero americano (piedra angular de todo el humor de Chabon), no se entienden si no has visto toda la televisión americana de los últimos cincuenta años, los personajes se multiplican rápidamente y desaparecen por inanes e insignificantes sin saber cuál es el papel para el que han sido llamados, la entrada y salida de nombres atiende a un requerimiento nominal transitorio o multi algo que no se explica bien. De pronto se muere un músico negro vecino de la comunidad y se le celebra mucho, vienen a la tienda de discos a plañir y a comer, el entierro dura tres cuartos de novela ¿y para qué? Pues para engrosar. Nada ni nadie parece tener una finalidad más que acumulativa, llenar un espacio que pronto quedará vacío; ningún personaje se erige, todos son subalternos, todo es liviandad y exhibición, retruécano sintáctico prescindible y estragante, accidente gramatical grave, yerma espermatorrea, onanismo tántrico.

“Esta mañana me decía en la cama que, para realizarme plenamente, me ha faltado una condición esencial: ser judío. Así, se me ha vedado una experiencia capital de la desdicha”.   –E.M.Cioran-

 

1 comentario en “Telegraph Avenue, Michael Chabon

  1. Quintín Noriega

    -» Haga que pase algo en la obra. Que se enamore de un médido, o de un hasid, o de un lacero, lo que quiera. El caso es que el público sienta curiosidad por saber qué va a pasar después»

    «Shosha», de Isaac Bashevis Singer.

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