El mundo, Juan José Millás

UN DÍA CUALQUIERA, después de muchos años, en un continente ajeno, vacilantes en la habitación de un hotel de madrugada, y briosos los ánimos de hachís, Millás se reencuentra con la niña hecha mujer que lo rechazó y lo humilló en la infancia dejándole una quemadura de inferioridad e infamia en el espíritu y no se la folla. Prefiere sermonearla sobre narratología y autoficción hasta que ella, Marimar o Marijose, se queda dormida de asco o de pena.

Así las cosas, pudiera entenderse que Millás pretende llegar con la prosa donde la polla no le alcanza, y por eso nos dice lo de que la escritura cauteriza las heridas a la vez que las produce, como hacían los aparatos médicos que su padre, una especie de profesor Bacterio, amañaba en un tabuco de Canillas, Madrid; pero son cosas que se dice uno por compasión y para darse una falsa ilusión de actividad intelectual que justifique lo poco que se ha follado en la vida. De ese modo interpreto yo este libro y casi todos los demás. No se escribe por necesidad, ni por querer decir algo, se escribe por no haber follado lo suficiente.

Antes de eso estaba el barrio, y dentro del barrio la calle. Húmeda, estrecha y sin salida. Callejón como tantos, hacia ninguna parte más que a las páginas de una novela española o un seminario de Valladolid. Y en el callejón el entresuelo de un ultramarinos desde donde ver el mundo con otra luz que no fuera de tanatorio o de quirófano. Y la pobreza como una enfermedad moral perforando los zapatos y trasluciendo los codos de las chaquetas hasta el hueso. La familia copiosa queriendo alimentarse todos además, y el amigo moribundo, la mecanógrafa de la faldita de cuadros, las hostias del cura, la madre presenciándolo todo desde un altar de piadosa lejanía, el Reader’s Digest,  y la indolencia de la lluvia cayendo sobre el niño a cuerpo, colmando la sentimentalidad. Después los padres muertos y el comienzo de otra cuenta atrás y definitiva, la nuestra.

Novela que atraviesa la memoria apenada y la infancia dificultosa del niño invisible hasta llegar al hombre publicitado que escribe con destacada notoriedad artículos y reportajes periodísticos, novelas galardonadas con enfáticos y suculentos premios, da conferencias, ofrece entrevistas y aparece en televisión, fundiendo la extrañeza respecto a su propia vida con la idea de desvanecerse progresivamente, de perder identidad y empezar a morirse uno. Así se nos dice: del mismo modo que un día nos levantamos y ya somos Millás o Menéndez u Ortega, otro día dejamos de serlo. Tampoco de golpe, poco a poco. Juanjo identifica el momento de empezar a dejar de ser Millás en el instante de deshacerse de las cenizas de sus padres.

Tiene todo lo de Millás una tendencia centrípeta que desdeña la imposición al uso de los narradores de aquí mismo, rigoristas realistas rectilíneos, que diremos narrativa de sondeo y averiguación, de escarbar mucho en el propio texto hasta encontrar finales de ensalmo y asombro. Aquí hay poco que vaya más allá de la literatura o que se adentre mucho en ella hasta engullirla, deglutirla y deponerla, como es el caso de otros textos suyos, pero sí encontramos esbozados rasgos de su poética identitaria, el trasunto del yo frente a los demás. Dónde acaba uno y empiezan los otros. Todo lo de esta novela sucede a ras de tierra, o de realidad objetiva ágilmente presentada en una bandeja circular que deriva infructuosamente hacia un subjetivismo final no concluyente: Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad; sino su escenario; ni del éxito o el fracaso, sino su escenario… Yo era el escenario en el que se había dado el apellido Millás como en otros se había dado López o García.

No obstante, se contempla con agrado y terneza.

«Recuerdo a un pobre diablo que, todavía acostado a una hora avanzada de la mañana,se dirigía a si mismo, en un tono imperativo: ¡Quiere! ¡Quiere!»     -E.M.Cioran-

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