Mao II, Don DeLillo

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POR DECIR ALGO de escritores que también se esconden como Bill Gray, el personaje de esta novela, destaco que la prosa última de Pynchon es el cantar de los cantares, alta orfebrería en comparación con el estilo de hojalatero estrábico de este DeLillo.

De los escritores de la posmodernidad uno solamente espera un puñado de frases por tomo que pongan en cuestión la putísima trinidad esa tan extendida de que escribir bien es el resultado de trabajo, trabajo, y más trabajo.

La inspiración te puede pillar escribiendo o no, pero en la puta vida te va a sorprender trabajando, porque la inspiración es una señora muy respetable y ocupada (aunque bastante puta) que no tiene tiempo de mirar por encima del hombro a los guadamacileros y los taraceadores que se obstinan en bruñir los sintagmas y desbastar las locuciones con herramientas de ebanistería.

La curiosidad de estas lecturas desusadas está en comprobar si les siguen quedando diamantes en la mina a los escritores que hicieron sus libros a golpe de renglonazo. Desconocedores de esa unidad superior que vertebra y cohesiona los libros que desean estar vertebrados y cohesionados como es el párrafo.

El párrafo en DeLillo es el espacio muerto en que tarda en llegarle una frase cojonuda que le recuerde lo bueno que es. Los párrafos son bolsas viejas de aspirador repletas de borra, polvo y ácaros. Producen picores, alergias y malestar en la narración, pero no la resuelven, no la hacen avanzar, están ahí para llenar el vacío de una oración que se desmanda y no acude a su debido tiempo o para tapar las pausas del tabaco, entonces hay que levantar las alfombras y dar la vuelta a los colchones a ver qué pasa, y no pasa nunca nada.

De cuando este libro se morían ayatolás y los gentíos se desmadraban, se decían fatwas contra escritores desahuciados y de pronto cobraban notoriedad mundial, había sectas con miles de voluntades que anular y los chinos, que siempre han sido muchos, desfilaban con uniformes sin cuello y parecían más. Las muchedumbres emasculadas intentaban reaccionar al estímulo de un nervio desconocido y ganaban una refrescante efervescencia en los telediarios. Había guerras de pobres contra pobres y fotografías que aspiraban a revelar verdades como balazos en el pecho. Alguien con una réflex al cuello juraba y perjuraba que la humanidad había movido una ceja y eso anticipaba su salida del coma, algunos pues se lo creían y tal. Los terroristas a lo suyo que es el matar, y los escritores a escribir o a hacer como que escriben.

Bill Gray hace como que escribe pero en realidad reescribe, que no es igual. Reescribir es volver a decir lo que se ha dicho creyendo que se va a poder decir mejor. Pero sólo se reescribe cuando no se tiene ya más que decir, es una falsa ilusión de actividad y de exigencia para escritores sin ideas. Entretanto vive ocultándose de no se sabe qué con un mayordomo que le ordena los papeles y con la mujer de éste que le desordena las sábanas. Un día se le ocurre que lleva escondido bastante tiempo y debe adaptar su fisonomía a la del calendario. Llama a una fotógrafa especialista en escritores y posa. Por Nueva York todo sigue igual, los hobos y los homeless y los mendigos y los sin techo acarrean cartones de plaza en plaza y la mierda de Andy Warhol se sigue celebrando y vendiendo en una cagantina sin fin. C’est la vie.

El escritor oculto se desoculta y se pone a intermediar con secuestradores de tú a tú, devolviendo al escritor un status primigenio de engañador próximo al infractor delincuente criminal terrorista actual. Un tropo así responde a la finalidad del argumento, pero puesto al modo de los collages. Recortes y vaguedades, ligerezas y sensaciones luminiscentes. Pinceladas que vienen y van manchando, a lo suyo, una gran superficie. Aunque la impresión final es que la mitad del cuadro sigue estando en blanco.

Cuando uno está a punto de abandonarse al escepticismo y naufragar de nuevo en el tedio de estos tipos tan sobrevalorados en Europa por señores continuamente ninguneados en los Estados Unidos, de pronto, vuelvo una hoja y, perdiendo el hilo de la página, bajo hasta el renglón dieciocho saltándome toda la ganga hacia lo que me ha parecido un destello cegador. Miro, remiro, leo, vuelvo a leer y, ¡zas!, ¡diamante!, pequeño pero diamante. El pecho se me llena de no sé qué grandeza y me crece un entusiasmo espiritoso que sube por los calcañares hasta mediado el espinazo. Me sorprendo diciéndome esperanzado: ¡coño!, a ver si no todo va a estar perdido…

-¿Te acuerdas de la literatura, Charlie? Tenía que ver con emborracharse y follar.

Pero el diamante es menudo y pasadas unas cuantas hojas el brillo se enfría sin cristalizar, disolviéndose en párrafos arcillosos y mollares, acumulativos y menestrales.

Todo hombre que, colmado de años, recapitula su vida puede decir: <<Estoy contento de haber vivido>>, como: <<Más habría valido no haber nacido>>. Las dos reacciones son igualmente legítimas e igualmente profundas.     –E.M.Cioran-

 

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