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La luz es más antigua que el amor, Ricardo Menéndez Salmón
LA LUZ es más antigua que el amor, quizás porque la luz es anterior al hombre, que es el único ser que ama. Da igual.
Tres historias sin relación aparente entre ellas; tres pintores, no todos reales, en distintas épocas, en distintos momentos de sus vidas, con distintas teorías sobre el proceso creativo y la injerencia del poder en ese proceso. Intercalados, fragmentos del propio narrador, Bocanegra, describiendo sensaciones de su propio proceso de creación, desde el inicio de la vocación a la madurez, la enfermedad terrible de los seres queridos, hasta la consagración final recibiendo el Premio Nobel de Literatura cuando aún no ha cumplido los setenta y haciendo un alegato en su discurso de recepción del premio en defensa de la belleza y el arte como medio de consuelo para librarnos de la aflicción diaria que nos provoca un mundo irremediablemente hostil.
A través de la ficción Salmón nos describe pasajes de la vida del pintor ruso Vsévolod Semiasin, que conoció la gloria y la cotización de su arte y finalmente se recluyó en un manicomio desde donde le escribiría a su cuñado lucidísimas cartas sobre su presunta locura, su idea del arte y la deriva a la que se dirige el mundo tras los atentados de Nueva York. Fue testigo de la guerra en Stalingrado y llegó a conocer a Stalin, hechos que marcarían definitivamente su pintura del mismo modo que anteriormente, en 1913, el extensísimo viaje en ferrocarril del niño Markus Rothkowitz, más conocido como Mark Rothko, por las tierras de Norteamérica y la contemplación de su paisaje, le llevarán a determinar más tarde su inconfundible estilo, su visión de la pintura y su trágico final.
Mucho antes, encerrado en la torre del homenaje del castillo de Sansepolcro, el pintor Adriano de Robertis culmina su obra maestra: La virgen Barbuda. Su descubrimiento supondrá un cataclismo para un hombre de iglesia como Roger de Beaufont, futuro Papa, que ha de personarse en Sansepolcro para persuadir al autor de que destruya su obra, considerada sacrílega. Humillado y retirado del mundo, de Robertis morirá cerca de Venecia en una comunidad de leprosos.
“El verbo –digámoslo de una vez- se llama William, y vino al mundo para escribir una de las obras mayores de la literatura en lengua inglesa, que es tanto como decir de la literatura universal.”
William es un señor con bigote, se apellida Faulkner y es una de las fotografías que acompañan e inspiran al narrador mientras escribe La luz más antigua que el amor.
Si Menéndez Salmón se propuso desconcertar al lector mientras escribía esta novela lo ha conseguido sin tener que recurrir a extensas y confusas elucubraciones, sin ardides ocultos y sin añagazas. El pespunte que sostiene la estructura es tan frágil y sutil que parece desmigarse como una oblea entre los dedos en cada párrafo, a cada frase, dando la sensación de que el texto va dilucidándose aleatoriamente en el mismo instante de comenzar o reanudar la lectura.
Qué escribir y por qué, y no sólo eso, sino por qué hacerlo en este momento preciso. Ante la imposibilidad de responderse a estas preguntas, Menéndez Salmón simplemente escribe, y lo hace maravillosamente, aunque la impresión primera que nos llevamos es que ha empezado a hacerlo sin plan alguno, improvisando el tema, desarrollando sobre la marcha los argumentos para detenerse después y observar pausadamente si lo dicho es válido o reprobable. Una forma de elaboradísima escritura automática donde el autor dispone el sedal y el cebo sin percatarse de que tipo de peces hay en el río, y lo que es más asombroso, sin saber siquiera si está en un río, en un barreño o sentado con la caña en la mano en la cuneta de una carretera.
Esto que ha hecho Salmón es de valientes, se ha pasado por el forro las reglas del juego y de los géneros y ha concluido un inteligente libro repartido entre la novela, el ensayo, la biografía de ficción, o la ficción real, no sé, algo incatalogable, original desde luego y extrañamente hermoso y turbador.
Reflexiones sobre la creación y el dejar de crear, el Bartleby de Melville aquí no es que prefiera no hacerlo, sino que no puede dejar de hacerlo, y lo hace sobreabundantemente, la creación hemorrágica frente a la negación, y frente al caudal creativo la nada, y ante la nada qué. Pues simplemente escribir, escribir de esto o de lo otro pero escribir.
El autor, decía uno, debe transparentarse mientras escribe y hacerse visible ante el lector, Salmón desaparece de la escritura y reaparece en el texto no como omnisciente demiurgo que elige los caminos en los cuales habremos de desenvolvernos, sino para dejar constancia del estilo únicamente. Ese adelgazarse hasta la desaparición y reaparecer dejando huella en la prosa y no en la historia es una auténtica epifanía. Celebrémoslo.
“Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo, superfluo trabajo de comprobación.” -E.M.Cioran-