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El museo de la inocencia, Orhan Pamuk

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UNA INSUPERABLE DESGANA me ha hecho posponer la lectura de varios libros de Pamuk después de haberlos comprado con voraz entusiasmo. Una holgazanería consciente y simplista de lo que me iba a encontrar en ellos; temática redundante, sentimentalismo, y una morosidad desquiciante, alertaban mi aprensión y me escupían lejos de la península de Anatolia devolviéndome a este lado de la cristiandad, retrasando sine die el momento de abrir otro recuerdo difícil de Constantinopla.

Al relance de la concesión del Nobel leí Nieve, me maravilló y también me asustó. Enseguida supe que Pamuk no era una más de las extravagantes bromas a las que tan acostumbrados nos tiene la academia sueca, una arbitrariedad político-etnográfica ajena a la literatura, sino uno de los nombres más justamente premiados de los últimos veinte años, acaso el mejor. Aquella novela, una obra maestra, aglutina todos los asuntos capitales de su escritura y para mí, habiendo leído después obras anteriores y posteriores a ella, contribuye definitivamente a fijar, si puede indicarse así, un inconfundible estilo narrativo.

Nieve está localizada lejos de Estambul, y además de ser una reflexión serena sobre el pasado y el presente de Turquía, es también o sobre todo una tristísima historia de amor. La emoción que me transmitieron algunos personajes de esa novela me sacudió. Me sacudió dolorosamente incluso. Durante algunos días pensé en el origen de aquella conmoción magnífica por infrecuente pero tan perturbadora. Me decía a mí mismo sino habría caído yo también en la trampa de una de esas novelas cursis, afectadas, que encubren con subterfugios audaces lo que en otras menos sutiles se encuentra inmediatamente en la foto de portada y se catalogan despectivamente como novelas rosas. Un libro con celada sentimentaloide para lectores incautos, ávidos por encontrar rápidamente lo que andan buscando o lo que creen haber perdido. Pudiera ser también que la novela, emocionalmente densa me dije, me haya pillado con la guardia un poco baja, y quizá al encontrarme por esa época flojo de remos hubiera podido hacerme acusar en exceso los dos o tres puyazos recargando diestramente administrados por Pamuk, que me abocaron a ser lidiado durante el resto del libro como un corderito noble y feble incapaz de pegar un lastimero mugido. En cualquier caso, pensé, la debilidad o no del lector es una figura retórica más a disposición del autor que debe tratar de usar convenientemente, como todas las demás, para ganar siempre por k.o. y nunca a los puntos. Concluí que, efectivamente, la novela era asombrosa porque redefinía un género literario extinguido a mediados del siglo pasado, que con alguna salvedad, como la reedición oportuna de Vida y destino de Vasili Grossman hace unos años, ya no se estila. Me refiero al género Literatura Universal, algo que yo defino para mí mismo de forma ampulosa como el género que, trascendiendo el territorio geográfico donde ha sido escrita y obviando ajenos avatares historiográficos que la componen, consigue instalarse en el inconsciente colectivo de la masa global de lectores del mundo mundial enriqueciendo su acervo. A esta catalogación general le incluí un epígrafe extra, un suplemento taxonómico para ubicar con más precisión la obra de Pamuk, lo llamo Literatura de la conmoción y la congoja.

Adquirí El museo de la inocencia poco después de publicarse, igual que había hecho antes con Estambul. Ciudad y recuerdos, que desató en mí un insólito fervor por la ciudad mítica y modeló la semblanza biográfica del escritor en mi cabeza. Sabía algunas cosas del Estambul turístico, me sonaban los nombres de sus calles principales y el de sus barrios más famosos, también algunos marginales, conocía al dedillo la historia de sus mezquitas, de sus palacios, de sus iglesias, de su bazares, de sus puentes, la significación política y mercantil del Bósforo , la elitista burguesía y la aristocracia europea que se apoderó de sus orillas un siglo atrás utilizándolo como rompeolas de dos mundos enfrentados, la historia antigua y la nueva, del imperio a la república, de Solimán a Atatürk, del Islam al laicismo pasando por los militares, kurdos y armenios, Asia a un lado, al otro Europa…en fin. Creía haber tenido suficiente dosis de cultura turca por una temporada por muy estimulante que me resultara la prosa delicada y demorada de Pamuk, minuciosa, ansiolítica, descriptiva, sensible y profunda en la medida que es veraz, que apuesta por que cada personaje, cada calle, cada brazo de mar, cada imprecación, cada chicle pegado a la acera, adquiera resonancias y volumetrías, tome dimensiones reales y actúe o pose como lo que son, seres vivos o cosas. Que las palabras digan y que las cosas sean. Y las cosas, de tanto nombrarlas con ternura y reiteración, parecen agradecer al escritor su entusiasmo y reviven y se corporizan para sorpresa del lector que con frecuencia se aturde, se confunde, y finalmente se entrega a la historia en cuerpo y alma (siempre que se disponga de una). Porque las cosas vívidas nos parecen después vividas. E igual que sentimos placenteramente la sacudida en la cara de una ligera brisa inequívocamente perfumada de brea y guano procedente del Cuerno de Oro una tarde de calor de finales de primavera mientras doblamos una esquina por Beyoglu, también sentimos desconsolados sus caliginosas historias de amor zarandeándonos como marionetas amarradas a una urdimbre de hilos. Por eso creía haber tenido suficiente por una buena temporada y pospuse el comienzo de El museo de la inocencia, porque sentir mucho desgasta y hay obras a las que uno tiene la obligación de entregarse y no fingir que se entrega. De igual modo que leer a Tolstói o a Turgueniev, a Chéjov, a Döblin, a Dostoyievski, a Walser, a Musil, a Proust o a Montaigne siempre ha requerido en mí una particularísima disposición afectiva y emocional junto a un buen fondo físico, volver sobre Pamuk me requería entonces esas mismas exigencias y las mismas reservas que me demandaban autores como los citados.

Recuerdo que leí algunas críticas sobre el libro en algún suplemento o periódico antes de comprarlo, pero fue el mismo día de hacerlo y una vez en casa cuando, ojeando las textos de la cubierta, el apunte biográfico de Pamuk y la sinopsis de la novela, me vino automáticamente a la cabeza una antigua canción de Gabinete Caligari que podría resumir o compendiar más atinadamente que cualquier reseña la finalidad de Kemal al reunir todos los objetos relacionados con su amada para mostrárselos al mundo en un museo. La canción recrea de forma perfecta esta circunstancia de la novela, se titula Con lo mejor de ti y dice así:

“Con lo mejor de ti, un mundo nuevo me construí, a fuerza de reunir, objetos que robe de ti.
La historia terminó, y estuvo bien, muy bien, mientras nos duró, por eso junto a mí, conservo lo mejor de ti
La mejor de tus prendas, guardo en un altar, donde te hago mis ofrendas y juego a recordar, y juego a recordar…
Con lo mejor de ti, en mi museo amor soy feliz, fetiches de un ladrón, que son mi vida y mi obsesión.”

Y un día cualquiera de una turbia primavera me puse serio y abrí El museo de la inocencia, y una vez más fui fagocitado por la gran Literatura Universal y gocé, soñé, creí en vano que pensaba y, sin duda, sufrí. Sufrí por Kemal Bey y por Füsun, desde entonces mi princesita; sufrí por ellos y por mí, y por muchos más que sufren como yo sufro, arrebatados, la enfermedad de belleza honrada que me diagnosticó en la contraportada de uno de sus mejores libros, con desmayada caligrafía, un huraño escritor catalán con la misma dolencia.

El museo de la inocencia es la historia de una obsesión amorosa sublimada a categoría moral. Kemal Bey, joven perteneciente a la alta burguesía de Estambul, educado en los Estados Unidos, simultanea la dirección de una de las empresas textiles de su padre con una desenvuelta vida social por los barrios nobles de la ciudad. En el momento de anunciar su compromiso matrimonial con Sibel, hermosa, culta y cosmopolita mujer, un encuentro fortuito con Füsun, una pariente lejana varios años más joven que él, desencadenará un aluvión de imprevisibles acontecimientos que irán desarbolando su cómoda y bien trazada existencia decantándola hacia una vorágine enloquecida.

Kemal Bey caerá hechizado ante el influjo de Füsun, la seducirá y vivirán juntos durante más de un mes, el tiempo restante hasta la fiesta de compromiso de Kemal y Sibel, en una inestimable noria de pasión azuzada por el torrencial despertar del deseo. Una vehemente entrega carnal ofrendará sus encuentros, como arcanos sacrificios rituales en honor a un dios voyeur, lujurioso y complacido. El amanecer de Füsun al placer, furtivo, fervoroso, y feraz, le conducirá a un irremediable enamoramiento festoneado de culpabilidad e irascible desdicha ante la proximidad del compromiso de Kemal. La burda conseja del honor y la honra, de la mujer mancillada antes del matrimonio, el pulso tenso entre la fuerte tradición histórica islámica latente entre las clases más bajas de la sociedad, y el cinismo occidentalizado encubierto de laicización de los ricos, hará que Füsun desaparezca como por ensalmo de la vida de Kemal. Ocultada por sus padres e instada a casarse para sortear habladurías y maquillar las apariencias, Kemal Bey iniciará su particular tourné por el infierno. La esperanza de volver a verla pronto engullirá el resto de su vida, no dejando resquicio en su cabeza más que para la idealización de la amante desaparecida, descuidando el trabajo y alejándose de todas aquellas personas que formaban parte íntima de su vida, incluida Sibel, que lo abandonará ante la incapacidad de poder ayudarlo a olvidar. Pocos días después de la desaparición de Füsun Kemal, angustiado, comenzará a sentir los estragos, la somatización, el dolor psíquico trasmutado a dolor orgánico. Sentirá todos sus órganos aguijoneados ante el más mínimo estímulo asociado a Füsun, una irreversible carcoma se adueñará de su voluntad empujándolo siniestramente una y otra vez al lugar consagrado a su amor, el desvencijado piso del edificio Compasión donde se amaron sin impedimento ajenos a la rotación de los planetas. Será en ese mismo edificio, en el viejo piso en desuso poblado de cajas llenas de recuerdos antiguos donde Kemal comenzará a ritualizar su comportamiento como alivio al implacable dolor que siente y el que presupone que sentirá hasta mucho tiempo después. La terapia ritualizadora consistirá en adueñarse y rodearse de cuantos objetos hayan tenido alguna relación directa con Füsun y, junto a ellos, tocándolos, llevándoselos a la boca, oliéndolos, mirándolos una y otra vez, revivir los momentos que pasaron juntos distrayendo en vano aquel penoso dolor.

Llegado a este punto de la novela, la narración se hace tan recurrente, la insistencia en el dolor de Kemal es tan enojosamente tenaz, tan escrupulosas las descripciones del estado emocional y físico que, superado el hartazgo no sin cierto punto de estragamiento, el lector paciente y sensitivo llega a interiorizar toda la aflicción del personaje sintiéndose igualmente desvalido. Se produce un contagio afectivo que nos unirá a Kemal para siempre, justificando cada una de sus resoluciones y deseando un reencuentro grandioso entre él y Füsun. Por el contrario, la impaciencia y la falta de sensibilidad pueden llegar a estomagar a algunos lectores, conminándolos a cerrar el libro de inmediato y lanzarlo contra la pared más próxima ahítos de un odio pugnaz contra el quejicoso y enloquecido muchacho.

El concepto del tiempo de Aristóteles, someramente, habla de un tiempo global y un tiempo parcial. El global es la suma de los puntos que nos marcan los tiempos parciales, los que realmente nos incumben, los que vivimos intensamente siendo conscientes de que vivimos, ya bien por el entusiasmo, la dicha, el hastío, el dolor…, los aprehendemos, nos constituyen la vida válida, lo que recordamos de ella, lo que olvidamos, y hasta lo que no sabíamos que habíamos olvidado. Del otro, el global, la acumulación mortuoria de días, meses, años…, el cómputo numérico total mejor olvidarse.

Si por algo fue capaz de resistir Kemal Bey la lejanía de su amada primero, el reencuentro gélido posterior convertido en travesía del desierto, los años de espera, la ingrata apatía, la ardorosa desazón, la rutina melancólica, el humillante pastoreo por los predios de su familia, la escrupulosa y ridícula observancia de no desearás a la mujer del prójimo, la punzante tentación, el autoexilio emocional, la vergüenza insultante, los celos airados, el desfallecimiento existencial…, y tantos y tantos agravios bíblicos durante años, que hasta el mismísimo Sr. D. Santo Job habría mandado a tomarporculo, es por la indisimulable dicha de no sufrir dolor estando junto a ella, aunque fuese de pagafantas, acumulando aristotélicos tiempos parciales puntuables para el gran premio final. Momentos de no desdicha al menos, sazonados con la tramoya ritualizadora de los objetos robados, el museo interior, cándido, beatífico, saludable placebo.

Y además del amor, cuarenta años de la vida de Estambul contados con la concupiscencia de una danza del vientre, cadenciosa, rítmica y lasciva, entre vaso y vaso de Raki, sintiendo la embriaguez ligera y candorosa inicial, y el arrebatamiento de un final ebrio de amargura y asolerada lucidez.

Besó con amor la foto de Füsun y se la guardó con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta. Luego me sonrió victorioso.                                                                                                                          -Que todo el mundo sepa que he tenido una vida muy feliz.

Pamuk creador, Pamuk personaje, la prestidigitación audaz envolviendo el estilo de cierta ligereza e impericia como si fuera realmente el Kemal desnortado de amor el narrador de su propia historia, hasta el brillante, terrible, hermoso final.

“Un escritor no debe expresar ideas, sino su ser, su naturaleza, lo que es y no lo que piensa. Sólo podemos hacer una obra verdadera, si sabemos ser nosotros mismos.” -E.M.Cioran-

La luz es más antigua que el amor, Ricardo Menéndez Salmón

LA LUZ es más antigua que el amor, quizás porque la luz es anterior al hombre, que es el único ser que ama. Da igual.

Tres historias sin relación aparente entre ellas; tres pintores, no todos reales, en distintas épocas, en distintos momentos de sus vidas, con distintas teorías sobre el proceso creativo y la injerencia del poder en ese proceso. Intercalados, fragmentos del propio narrador, Bocanegra, describiendo sensaciones de su propio proceso de creación, desde el inicio de la vocación a la madurez, la enfermedad terrible de los seres queridos, hasta la consagración final recibiendo el Premio Nobel de Literatura cuando aún no ha cumplido los setenta y haciendo un alegato en su discurso de recepción del premio en defensa de la belleza y el arte como medio de consuelo para librarnos de la aflicción diaria que nos provoca un mundo irremediablemente hostil.

A través de la ficción Salmón nos describe pasajes de la vida del pintor ruso Vsévolod Semiasin, que conoció la gloria y la cotización de su arte y finalmente se recluyó en un manicomio desde donde le escribiría a su cuñado lucidísimas cartas sobre su presunta locura, su idea del arte y la deriva a la que se dirige el mundo tras los atentados de Nueva York. Fue testigo de la guerra en Stalingrado y llegó a conocer a Stalin, hechos que marcarían definitivamente su pintura del mismo modo que anteriormente, en 1913, el extensísimo viaje en ferrocarril del niño Markus Rothkowitz, más conocido como Mark Rothko, por las tierras de Norteamérica y la contemplación de su paisaje, le llevarán a determinar más tarde su inconfundible estilo, su visión de la pintura y su trágico final.

Mucho antes, encerrado en la torre del homenaje del castillo de Sansepolcro, el pintor Adriano de Robertis culmina su obra maestra: La virgen Barbuda. Su descubrimiento supondrá un cataclismo para un hombre de iglesia como Roger de Beaufont, futuro Papa, que ha de personarse en Sansepolcro para persuadir al autor de que destruya su obra, considerada sacrílega. Humillado y retirado del mundo, de Robertis morirá cerca de Venecia en una comunidad de leprosos.

“El verbo –digámoslo de una vez­­- se llama William, y vino al mundo para escribir una de las obras mayores de la literatura en lengua inglesa, que es tanto como decir de la literatura universal.”

William es un señor con bigote, se apellida Faulkner y es una de las fotografías que acompañan e inspiran al narrador mientras escribe La luz más antigua que el amor.

Si Menéndez Salmón se propuso desconcertar al lector mientras escribía esta novela lo ha conseguido sin tener que recurrir a extensas y confusas elucubraciones, sin ardides ocultos y sin añagazas. El pespunte que sostiene la estructura es tan frágil y sutil que parece desmigarse como una oblea entre los dedos en cada párrafo, a cada frase, dando la sensación de que el texto va dilucidándose aleatoriamente en el mismo instante de comenzar o reanudar la lectura.

Qué escribir y por qué, y no sólo eso, sino por qué hacerlo en este momento preciso. Ante la imposibilidad de responderse a estas preguntas, Menéndez Salmón simplemente escribe, y lo hace maravillosamente, aunque la impresión primera que nos llevamos es que ha empezado a hacerlo sin plan alguno, improvisando el tema, desarrollando sobre la marcha los argumentos para detenerse después y observar pausadamente si lo dicho es válido o reprobable. Una forma de elaboradísima escritura automática donde el autor dispone el sedal y el cebo sin percatarse de que tipo de peces hay en el río, y lo que es más asombroso, sin saber siquiera si está en un río, en un barreño o sentado con la caña en la mano en la cuneta de una carretera.

Esto que ha hecho Salmón es de valientes, se ha pasado por el forro las reglas del juego y de los géneros y ha concluido un inteligente libro repartido entre la novela, el ensayo, la biografía de ficción, o la ficción real, no sé, algo incatalogable, original desde luego y extrañamente hermoso y turbador.

Reflexiones sobre la creación y el dejar de crear, el Bartleby de Melville aquí no es que prefiera no hacerlo, sino que no puede dejar de hacerlo, y lo hace sobreabundantemente, la creación hemorrágica frente a la negación, y frente al caudal creativo la nada, y ante la nada qué. Pues simplemente escribir, escribir de esto o de lo otro pero escribir.

El autor, decía uno, debe transparentarse mientras escribe y hacerse visible ante el lector, Salmón desaparece de la escritura y reaparece en el texto no como omnisciente demiurgo que elige los caminos en los cuales habremos de desenvolvernos, sino para dejar constancia del estilo únicamente. Ese adelgazarse hasta la desaparición y reaparecer dejando huella en la prosa y no en la historia es una auténtica epifanía. Celebrémoslo.

“Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo, superfluo trabajo de comprobación.”    -E.M.Cioran-