La agonía del dragón, Juan Luis Cebrián

ESTE LIBRO es el primero de una trilogía, creo, de la que no voy a leer ningún título más. Cebrián dice novelar los últimos años del franquismo, pero lo único que hace es desenrollar los titulares de los periódicos de la época intentando en vano darle espesura libresca a la trillada hemeroteca del vergonzante periodo histórico elegido. Al socaire de la rotativa de trazo gordo, el periodista estampa en el volumen unos nombres propios a modo de personajes ficticios que cohabitan con otros nombres propios reales, ya sean políticos, funcionarios, militares, policías-torturadores y demás jarcia incrustada en el inestable biotopo cañí, que dicen de luchar unos contra otros; los primeros por el advenimiento de la democracia y los segundos para prolongar la desemblantada tiranía.

Bajo un aluvión imponente de tópicos y de ripios, los niños bien de su célula-cigoto antifranquista, se reúnen clandestinamente en pisos francos y se hacen llamar por nombres falsos, juegan a la revolución semántica en torno a las botellas y dan voces en las manifestaciones mientras que los grises reparten hostias y tiros. Son jóvenes universitarios y con algún dinero, y más que saltar, se aproximan tímidamente a escudriñar un precipicio en el que siempre hay colocada para casi todos ellos una tensa y confortable red. Tal es así que uno es ahijado de un pez gordo del ministerio de la gobernación que le ha enchufado a un puesto con posibles, otro es el hijo díscolo de un adinerado liberal, otro es un periodista borrachuzo hijo de rojo burgués, otro es un profesorzuelo, curilla y maricón, la golfa del grupo, la más radical, lo es porque coquetea con el PCE y le ríe las gracias a los de la ETA, es hija de general retirado y no se depila las piernas ni las axilas, y por ende tampoco los rebordes del pubis, llevándolo así a la moda: crespo y aleonado. Otra es hija de diplomático italiano y tal.

Todos están fichados y son seguidos de cerca por una sórdida laya de esbirros, puteros y sicarios, que apuntalan el arquitrabe a fuerza de delación, tortura y miedo; culebrean entre el ideal mal digerido y el futuro complaciente y acomodaticio en un país infame a una hora siniestra de nuestra historia reciente.

Junto a ellos, en la tertulia de Chicote (en los setenta ya no se traficaba con penicilina para la sífilis de las putas), una recua de fachorros de desigual pelaje comenta las derivaciones del régimen y se lamentan de su endeblez decrépita y flebítica, apenas sustentado en un anciano moribundo, inerte y mineral, al que aún le responde la mano para firmar sentencias de muerte.

El desfile enumerativo de portadas y contraportadas periodísticas que abastecen el libro es el de ordinario: juramento del joven príncipe Juan Carlos de Borbón según la ley de sucesión de la jefatura de estado de 1947 puesta en práctica en julio de 1969, escándalo Matesa, enconadas luchas de poder entre fascistas del opus y fascistas de falange, manifestaciones estudiantiles, cardenal Tarancón y proliferación y auge de curas obreros, proceso 1001, ascensión y muerte del almirante Carrero Blanco…, en fin, cosas como éstas acaecidas.

La prosa lenguaraz y distendida, aquejada de vulgarismo crónico, se encabrita rijosamente en numerosos pasajes de los cuales escojo éste:

“Muchas noches se despertaba mojado después de soñar con ella. Las poluciones nocturnas no son pecado, decían los curas del colegio, porque faltan la advertencia plena y el consentimiento completo. Un día le dijo a su confesor que tenía dudas, que no sabía si le había venido un orgasmo involuntario, que no estaba seguro. Es imposible no darse cuenta, le dijo el sacerdote, se experimenta un placer inmenso, irrepetible. Jaime pensó que su director exageraba. Daba gusto, pero nada más. Francisco le explicó que era bueno lavarse enseguida porque, si no, uno andaba luego como resinoso y el pantalón del pijama se acartonaba. Sin embargo, él prefería enrollarse en el lecho y aspirar el olor profundo, a salazón, que le subía de la entrepierna, al tiempo que pensaba en María José, su novia imposible”.

Cebrián echa su cuarto a espadas en estas ligeritas crónicas menstruales y se renueva el carné de demócrata de toda la vida. Entre el choteo cínico y la sátira prostibulera, caricaturiza con prosa de minucia y medianía los coletazos últimos de la bestia que devolvió a España a la edad media durante cuarenta años. La España lóbrega y enjalbegada de sangre que hoy nos deshabita y que fue paridera de los prebostes que ahora nos descorazonan tanto el corazón.

“Al poseer la iniciativa de sus miserias, las grandes naciones pueden variarlas a su antojo; las pequeñas están obligadas a soportar las que les imponen.”    -E.M.Cioran-

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